Una estrecha y sencilla calle

Hoy no es ni era el cumpleaños de mi abuelo Ramiro. Tampoco es el aniversario de su fallecimiento. Hoy es sencillamente viernes 25 de junio y no recuerdo que ningún viernes 25 de junio haya ocurrido nada reseñable en mi vida salvo algún deseadísimo final de curso cuando iba al colegio, lo que tampoco era cosa menor en aquellos días.

Hoy es un día cualquiera en el que sencillamente, me he encontrado de rebote con una fotografía de la placa de calle en la que, durante muchos años y en una estrecha y sencilla calle de Collado Villalba, se pudo leer el nombre de mi abuelo Ramiro. Puedo suponer el motivo por el que le concedieron lo que todos en su familia consideramos un honor y sin duda él más que nadie, pero seguro que tuvo mucho que ver el enorme cariño que le tenía al municipio. 

Siempre que sus obligaciones se lo permitían, se escapaba a su casa de Villalba acompañado por Capri, su fiel caniche negro a quien cuando se fue al cielo de los perros dedicó aquel precioso poema, (le salía de tanto en vez la rama familiar de Maeztu), que sigo siendo incapaz de leer sin emocionarme hasta las lágrimas, incluso más de cuarenta años después de haberlo leído por primera vez... "A ti mi amor peludito, no me avergüenza decirlo, muy solo me estoy quedando..."

Lo que sí sé es cuál fue el motivo por el que la placa, tiroteada por algún patán que, a excepción de un perdigonazo, solo acertó a desconchar la pared que la alojaba, fue retirada de su calle durante el sultanato de un gobierno socialista: por fascista

La vida me dio el escueto plazo de diez años para disfrutar de mi abuelo, pero no me ha borrado vívidos recuerdos de un hombre deportista y fuerte como un toro, que creía firmemente en la medicina naturista, ecologista de los de verdad, campestre y montañero conocedor de la sierra de Madrid mejor que Pérez de Tudela, cofundador de los boy scouts españoles, los Exploradores,  y que inculcó a sus hijos y por ende a sus nietos, valores y principios desgraciadamente en caída libre en nuestros días. Y encima, el jodío era guapo. Muy guapo.

Mi abuelo Ramiro fue un hombre que después de haber sufrido, como todos los de su quinta, nuestra repulsiva guerra y haber estado escondido en una carbonera, como muchos de su quinta, trabajó honradamente en el negocio familiar además de ostentar algún cargo público durante la Dictadura. En esos años tuvo que bregar con todo tipo de jetas que quisieron aprovechar una muy probablemente fingida amistad para obtener réditos personales, lo que le supuso muchos disgustos y que terminara absolutamente desencantado con el régimen, la sociedad y sus componentes. Le ofrecieron la alcaldía de Madrid pero concluyó el asunto con firmeza: "no tengo influencias ni posición y hay quien me intenta acusar de aprovecharme de mi cargo, qué sería si tuviera algo de poder". Don Carlos Arias Navarro fue el que finalmente ostentó el privilegio. 

Poco le interesaba la figuración a un hombre de momentos taciturnos, frecuentemente poco comprendido por su más cercano entorno, de profundas convicciones religiosas, que murió demasiado pronto una fría noche de enero a la vuelta de una cena con sus compañeros exploradores. Desde entonces descansa, arropado con el hábito de San Antonio de Padua, en su amada Villalba, uno de los lugares que más amaba y sin duda donde mejor se sentía. Un lugar que le concedió el honor de ponerle una estrecha y sencilla calle con su nombre.

Pues a los que pensaron que era una desfachatez honrar de tal modo a un afecto al régimen, no me voy a privar de decirles que no tienen la exclusiva del sufrimiento, que barbaridades se hicieron en los dos bandos, que represaliados hubo en casas rojas y azules, igual que gente escondida para que no los mataran los otros, que fabricantes de mártires en virtud de expeditivas decisiones hubo en los dos lados. Pero que entierren el odio reconstruido por un tonto a las tres y sus acólitos, que dejen de dar likes a estúpidos y aborregantes adoctrinadores de masas y pongan en funcionamiento el cerebro para crear una opinión propia y fundada sin prejuicios, que pasen de una vez esa página que nunca debió haberse volteado porque ya se había leído lo suficiente y dejen de catalogar de fascistas a los que no piensen en rojo, (o lo que sea), como ellos.

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