¿Qué será, será?

Me suele enganchar trabajando el aplauso de las ocho de la tarde pero cuando empiezo a oír el singular repiqueteo que al principio no sabía si es que había roto a llover, salgo a la ventana a colaborar en la ovación tan merecida y, como diría mamá, ¡que no decaiga!

Desde ayer no son aplausos al aire y a bulto para hacernos notar y que acaso nos oigan nuestros ángeles custodios, cuantos más mejor. Desde ayer he puesto cara a un montón de manos ruidosas que como yo, aplaudían sin haber concertado duración, hasta que iban decayendo poco a poco las palmadas. Desde ayer sé que los señores que salían al patio de enfrente y miraban hacia mi edificio como yo miraba al suyo, son jóvenes que parecen vivir solos, cada uno en su apartamento y al aplaudir sonríen mirándonos a todos, al modo del profesor pasando lista en clase, solo que ellos ponen más ardor y cara de que somos los primeros seres humanos que ven en todo el día.

Desde ayer sé que una señora que parecía ser mayor y aplaudía sentada desde su terraza, es ciertamente muy mayor y combina los aplausos con saludos al respetable, también muy sonriente y agitando ambos brazos cual náufrago solicitando auxilio en una isla, debajo de la única palmera que es su toldo. La señora muy seria de pelo corto de la derecha, es sin duda una profesional de la ovación que no gasta en gestos faciales y no falla un solo día. Debe ser de las que lo empieza porque cuando yo llego siempre está. Su vecina de encima, más enérgica en el aplauso, no sigue las normas psicologicoambientales que nos han regalado en estos días nuestros expertos, en eso de que sigamos madrugando, nos arreglemos, vistamos, pintemos y peinemos y se me presenta con un jersey de mezcla ancho y pelotilloso de edad indefinida, pantalón de chándal de felpa, calcetín gordo, moño sujeto con un Bic cristal en lo alto y me atrevería a decir que hasta lleva ochenteros calentadores. Luego me tengo que fijar mejor.

Lo que me pregunto es si con el paso de los días crearemos lazos más firmes y convertiremos el espacio entre edificios en una suerte de corrala donde compartir conversación vecinal. No sé si será o no, pero yo barrunto que estamos a un paso. Ayer pude ver, ahora sí con claridad, que uno de los jóvenes de barba negra y cerrada de la casa de enfrente, miraba sonriente hacia mi ventana durante el acto y se despedía batiendo brazos como si se fuera en un crucero a Capri. No me dio para más que para un tímido saludo con la mano, más que nada por si en realidad no veo tan bien como promulgo y ni la sonrisa ni el saludo me pertenecían. En realidad y dejando la soberbia imaginativa a un lado, el joven de barba negra y cerrada de la casa de enfrente, desde su patio, solo alcanza a ver mi fachada y es muy probable también que sea yo la única vecina que, a una altura razonable, salga por ese lado a presentar reconocimiento a nuestros héroes, pero si no les sirve de molestia, prefiero seguir pensando que el saludo es para mí. A ver si esta tarde, ya que hay más confianza, lo devuelvo con más interés.

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