De las bolas de Navidad

Quedeme perpleja ayer noche cuando en la tele apareció aquella, a la que por su expresión se le adivinaba duda en si habría dejado o no el gas abierto, doña Melania de Trump, paseando entre brillantes arboledas por esos pasillos sin fin de la Casa más Blanca incluso sin ser Navidad, melena al viento, centelleante al brillo de las festivas luces, espolvoreando nieve como quién adereza un filete  a la plancha con sal, sobre las ramas de los abetos más resistentes al peso que conoce el ser humano. No se puede ser más hortera ni practicando dos horas al día.

Me vino inmediatamente a la cabeza cuántas fábricas de decoración se habrían tenido que desabastecer, cuántas personas y cuántas horas habrían trabajado en el colocado en aquel luminoso escenario en el que solo faltaban Rudolf el reno y santa Claus, para llegar a tiempo a estrenar la Navidad de manera tan excesiva. Se ve que a la del gas y su anaranjado esposo no les llegaba con un par de abetos a media altura. Venga, tres. Tampoco.

Y, pensaba yo, luego habrá que recogerlo, que siempre da mucha más rabia y deshacerse de ello, porque para el año que viene no vale, que hay que utilizar otra horterada distinta. Si les fuera algo en ello, lo pondrían a la venta. Solo sabiendo de su procedencia seguro que se hacían con un buen pellizco. A saber dónde dan con sus plásticos huesos todos esos adornos, por llamarles algo entendible. En cualquier caso, no creo que a los señores de Trump, que se están pidiendo salir del grupo de los preocupados por el cambio climático, les importe lo que vaya a ser de los brillantosos residuos de su fatua Navidad.

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