Nosotras pudimos haber sido Emma

La semana pasada salí de Moscú para encontrarme con mi madre y mi hija en Madrid y desde ahí salir las tres hacia Londres para un viaje rápido de un par de días. He de hacer dos confesiones. Una, que era la primera vez que volaba con Easy Jet y dos, que he sido una de las mayoras detractoras de las compañías de bajo coste desde el día que se inventaron.

Como casi siempre me ocurre, una vez probado, pues no está tan mal. Nos llevaron pilotos de dos piernas como en las otras compañías, los aviones son aparentemente iguales, con sus alitas y todo, las azafatas son muy simpáticas y la comida es casi igual de mala, solo que hay que pagarla aparte, como casi todo. Me encantó la parte en la que el auxiliar se paseó por la cabina ofreciendo lotería de Easy Jet. En resumen y para un vuelo de dos horas y pico, es un inventazo.

A pesar de que viajo más que los baúles de la Piquer, no me gusta volar. Igual me gustaría más si yo fuera el piloto, pero eso es un suceso altamente improbable. En general no lo paso mal pero confieso, (y van ya tres), que en alguna situación de turbulencias severas, he terminado llorando de miedo mientras mis hijos se morían de risa y me decían que no pasaba nada... (y tú qué sabrás, enano, pensaba yo. El pánico es libre y gratuíto).

No le he preguntado a nadie nunca si piensa lo mismo que yo. Si cada vez que se abrocha el cinturón de seguridad del asiento del avión piensa que puede ser el último día de su vida. Yo lo hago indefectiblemente en cada vuelo y rezo un padrenuestro antes de despegar, rogando para que no ocurra lo innombrable porque no sería justo. No sería justo para mi madre, ni para mis hijos, ni para mis hermanos, así por poner un ejemplo. Pero lo peor es cuando el sonido del click de los cinturones de al lado lo producen mis hijos. 

Entonces pienso en que no puede haber nada peor en la vida, pero de verdad, no como la frase hecha que siempre se utiliza cuando se quiere enfatizar algo malo, que verte picando morro a más de mil metros por minuto y que a tu lado vayan sentados tus niños. ¿Qué haces? ¿Qué dices? ¿Cuántos segundos duran esos minutos? Porque son minutos los que pasan hasta que se acaba. Son minutos en los que te da tiempo a entender todo, a saber todo, lo que pasa y lo que está por pasar.

He pensado en las dos madres del vuelo de Germanwings que llevaban a sus bebés en brazos y en lo que pasaría por sus cabezas en los eternos minutos de caída del avión. En los padres y maridos que se verían incapaces de hacer nada para salvar a sus familias. 

Pienso en los padres de los niños de secundaria que no podrán dejar de preguntarse por qué no perdieron finalmente el vuelo, como estuvo a punto de ocurrir, ni podrán dejar de imaginar la escena y la angustia que debieron sentir sus hijos durante ese tiempo. 

Sigo pensando en los padres, hijos, maridos, mujeres, abuelos, nietos a los que la vida les ha quitado a sus amados, así, de un momento para otro. Espero que no estuvieran enfadados entre ellos, que no se hubieran despedido con malas palabras o con reproches. Espero que no les quedara nada por decirse. Espero que no hubieran escatimado nunca en besos y te quieros. Espero que todos se quisieran mucho y por lo menos les quede el buen recuerdo de haberles tenido en sus vidas el tiempo que les haya correspondido.

Empecé contando mi periplo de cinco días, Moscú-Madrid-Londres-Madrid-Moscú y tiene una explicación: La abuela Emma viajó desde Madrid con su nieta Emma para recoger a su hija Emma en Barcelona y viajar las tres juntas hasta Düsseldorf. Nosotras también podíamos haber sido ellas.

Vivan la vida como si fuera el último día y no dejen cuentas pendientes con nadie.


Comentarios