Los polvos de Elisabeth, Arden

No sabía qué hora era cuando me desperté esta mañana, pero daba igual. Ha sido exactamente a la hora a la que mi gato ha considerado que había descansado lo suficiente. He cogido el móvil de la mesilla y he visto un seis. Le he mandado a cazar ratones y me he dado la vuelta. 

A la sexta vez que me ha pisado la cabeza, me he rendido y he decidido pisar tierra firme. Tú ganas, Koshka. Después, la rutina de siempre: enróscate el pelo en algo parecido a un moño, ponte la bata y las zapatillas, apaga el humidificador y coge el móvil, que la lucecita azul no deja de parpadear. 

Descubrí no hace mucho por casualidad, que mi teléfono tiene detector de caras para desbloquearlo en lugar de meter un código o un dibujito que a mí siempre me salía mal. Me vi convertida en uno de esos espías americanos que pasan puerta tras puerta tras el reconocimiento de su iris y me pareció de lo más divertido, sobre todo cuando comprobé que el aparato era capaz de reconocerme con y sin gafas. Alucino con ciertas mentes pensantes e inventoras. 

No tardé mucho en verme más en la línea de Maxwell Smart, cuando descubrí que si no hay mucha luz, el señor que está detrás de la pantalla no te sabe decir si eres o no, así que muchas veces termino tecleando el código que quería evitar por mi desamueblada cabeza, pero que ahora consigo recordar gracias a que alguien le dio un nombre de número, (digo yo que será un año), a una tónica que pega mucho con la ginebra. Y a mí eso no se me olvida.

Pero esta mañana, a plena luz del día y sin gafas, le he mirado fijamente a la pantalla y cual amante despechado me ha soltado un no te reconozco y créanme que me ha sentado fatal. ¿Tanto he cambiado desde ayer? ¿Será que va a ser cierto que los hombres se levantan poco más o menos como se acuestan y nosotras nos vamos estropeando progresivamente a medida que pasan las horas de la noche?
Virgencita, que me quede como estoy

Estoy abatida, desolada... ¿Estamos condenadas a la conformidad con el efecto del paso del tiempo acumulando noches de deterioro progresivo o a ir haciéndonos chapuzas para mantenernos decentes como si fuéramos un piso comprado hace veinte años. Mejor hacer las obritas según vayan apareciendo los problemas que dejarlos, que luego se te juntan todos y es un pastizal, que me decían a mí cuando comprendí que mis armarios pedían la gran parada.

Me veo más en el primer grupo. No me imagino esperando para que me recorten la piel sobrante de los párpados para que luego encima el cirujano se haga un tambor con ella. Ni me veo en un quirófano para que me achiquen la cintura y tener que pagar en efectivo y un par de costillas. Ni siquiera inyectándome cuarto y mitad de toxina botulínica, con lo que duelen las inyecciones, para terminar con la misma expresividad facial que la duquesa de Alba (Q.E.P.D.) (Y no, Mariló. Que esto lo firmo yo)

Este es el momento en el que llega uno, (generalmente poco agraciado él, o su esposa o incluso ambos), y dice eso de que la belleza va por dentro y yo me pregunto por qué demonios no nos podremos pelar. Aunque solo sea para salir a cenar el sábado. Menos mal que siempre nos quedará el alicatado o restauración a base de polvos, pinturas y afeites que tan bien esconden nuestros deterioros.

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