La hostia como elemento didáctico

CIUDADCUALQUIERA, CALLE FULANITO DE TAL, 13, 3ºA. UN PADRE Y UN HIJO SENTADOS A LA MESA A LA HORA DE LA COMIDA


-¡No quiero comerme las lentejas!

-Mira hijo, la "lens culinaris" o lenteja, en el caso concreto de este plato que rechazas, lenteja de la comarca salmantina de la Armuña, es una legumbre que hace unos nueve mil años que trajimos de Oriente Próximo y que es muy conveniente y necesaria en tu dieta por los siguientes motivos que paso a exponerte: 
  • contienen cantidades importantes de fibra, que además de prevenir el estreñimiento, reducen los niveles de glucosa en sangre
  • proporcionan carbohidratos que te darán muchas energías
  • contienen prácticamente todas las vitaminas del grupo B necesarias para prevenir la anemia, para un buen desarrollo del sistema inmunológico y nervioso, prevenir la formación de cálculos renales, etc, además de vitaminas A y E, potentes antioxidantes.
  • tienen además hierro, magnesio, sodio, potasio, cinc, calcio y proteínas, tan necesarias para el correcto funcionamiento de tus músculos.
-¡No me las pienso comer!

-Está bien, pequeño. Si eso es lo que has decidido... Eres libre de elegir y yo no puedo coartar tus libertades como ciudadano.


CIUDADCUALQUIERA, CALLE MENGANITO DE CUAL, 14, 5ºB. UN PADRE Y UN HIJO SENTADOS A LA MESA A LA HORA DE LA COMIDA

-¡No quiero comerme las lentejas!

-¡O te las comes en treinta segundos o te pego una hostia que vamos a morir los dos. Tú de la hostia y yo de la onda expansiva!

-¡No me las pienso comer!

(El niño recibe de su padre una guantada con la mano abierta que le hace amerizar con la cara en el plato de lentejas de la comarca salmantina de la Armuña)

Entre estas dos escenas se me ocurren muchos puntos intermedios, los que se van invalidando a medida que se acercan a los extremos. Digamos que en el término medio está la virtud.


Se abre en estas fechas un debate sobre no solo la condena, sino la prohibición expresa por parte de los gobiernos en algunos países de nuestro entorno, en lo referente a los castigos corporales destinados a los locos bajitos, que decía Serrat. Solo de oír castigos corporales se me abren las carnes. No creo que se trate de causar dolor a nuestros hijos para que aprendan. Se trata de enseñarles a obedecer, a respetar y a vivir, pero sin olvidar que el hecho de ser ciudadanos de corta edad, no les exime del derecho a que se les tenga el debido respeto.

He visto mucha gente que no guarda respeto a los niños a pesar de no tocarles un pelo. Ignoran o se mofan de lo que piensan o lo que dicen, que muchas veces tiene más valor que las idioteces que decimos los adultos; les he visto colárseles en tiendas haciéndose los despistados y ante la garantía de que el pobre muchacho no se atrevería a llamarles la atención; he visto incluso a una señora tirar del brazo de un niño de cinco años que iba sentado en el autobús al lado de su abuela, para levantarle y sentarse ella porque estaba muy cansada. Así no se hace, señora. Si usted estaba tan cansada, se pide por favor o se exige con buenos modales que alguno de los zánganos de colmena que ocupan los asientos reservados para gente como usted, lo desaloje.

No conozco una sola persona de mi generación, (1970), que no haya recibido un cate de sus padres y ninguno de nosotros tenemos traumas infantiles por ese concepto. Recuerdo que cuando la liaba, si el que me pillaba era mi padre, me mandaba castigada a mi habitación y según me daba la vuelta, me daba en el culo con la punta del pie. Hoy me acuerdo y no puedo evitar una sonrisa porque ni era su intención ni jamás me hizo ningún daño. Simplemente me molestaba y me daba rabia. El arma arrojadiza de nuestras madres era la mortal zapatilla, que en los casos más dramáticos era de plástico. Como arma no era muy eficaz, pero seguro que más de uno se siente identificado con mi recuerdo: cuatro niños corriendo por un pasillo estrecho, empujándose unos a otros, gritando y muertos de risa, para ponerse a salvo del enfurecido guerrero que apuntaba con su zapatilla, con poco o ningún tino la mayoría de las veces. 

Y eso era todo. Nadie tenía miedo porque le fueran a pegar, por supuesto, en los casos normales. De haber alguno, era más el daño moral que el físico. No hablo tampoco de cuando el cura, la monja o el profe del cole te pegaba con la regla en la punta de los dedos de la mano o en la palma, o te soltaban un capón. Eso sí es tener la intención de causar dolor y no puede ser aceptable. Pero no perdamos la perspectiva. A los niños hay que hablarles y escucharles con atención, pero los problemas, las broncas y las pérdidas de papeles existen. Solo hay que saber manejarlos y enseñarles a ellos a hacerlo. A golpes jamás, pero a veces, después de haber intentado la parte explicativa, no queda más gaitas que decir lo haces porque lo digo yo. Y no pasa nada.





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